jueves, 20 de marzo de 2014

hacia la soledad


Con entereza, la fina superficie de la cumbre se abandona
a la perfecta compostura del hielo, rozan las nubes la blanca navidad adormecida,
la formidable ambigüedad del oxígeno allí donde las águilas anhelan paréntesis de sol.

En tanta cima, la huella figurada de un paisaje asignado a la historia,
la música más alta, el oro más preciado, más brillante.
Sobre la tierra, una eternidad infantil, el tiovivo que galopa hacia un dédalo inocente,
las fieras que conversan en su idioma fácil.

Orden en la seda. Un amasijo dorado infinitamente luminoso. En los pies,
una invasión de alas, un baño de ángel, el hueco de la nada que impulsa el vuelo,
la continuidad en la acción, el movimiento decidido que afirma una capacidad salvaje.

La palabra mezclada con la piel, el dulce escándalo que salpica las horas muertas,
el tiempo tan ajeno a esa pretensión de inmortalidad, esa pulsión dinástica
que ofrece su inmanente garantía de sangre, algo diferente a la suerte,
formado de futuro.

Amor. Qué natural y sabio. Nada mejor que interrogarse: sin miedo.
Indicar con un leve mohín encantador, siquiera arrogante, apenas displicente,
prender la antorcha, dar ventaja al espectro de un joven príncipe. Ah, todos los héroes
en fila, todos los hombres de este mundo esperando una mueca desdeñosa,
las migajas de un beso.

El poeta soñaba después de perseguir un sueño. Tenía en sus manos ávidas de gloria
la intuición cobarde, toda la miseria acumulada durante siglos
sobre los hombros débiles de la literatura, estaba en posición de conseguir el plagio decisivo,
introspectivo, la beatificación insospechada de una saga original. Catorce lápidas en redondo,
el círculo republicano obstinadamente molestando, siendo un estorbo y un fastidio,
como suele incomodar el genio a quienes saben apreciarlo en su drástica medida.

El poema fue:



Hacia la soledad parten los ríos
desde la soledad de la montaña
y solamente dios los acompaña
hasta la mar preñada de navíos.
Hacia el silencio de los labios fríos
viaja la voz ardiente de la entraña
y solamente dios mira su hazaña
con esos ojos negros y vacíos.
Hacia tu melancólico destierro
lanzo mi corazón a tumba abierta,
a tus benditos pies mi sangre arrojo
y luego bajo llave el alma encierro
a ver qué corazón llama a su puerta,
que solo dios devuelve ojo por ojo.


  
Y Azealia vibrante, al frente de su séquito digno, su laboratorio amoroso. Ella meditaba
su presente, sobre la voz en consigna, el papel de estraza perfumado, el pergamino antiguo, el papel cebolla
que hacía saltar las lágrimas del céfiro, el papel de fumar que se consumía despacio. El poema era un antro
donde nadie debería haber entrado nunca, nadie debería traspasar ese umbral intolerable
hacia el caos de la rima, el espantoso signo. Porque el amor dejaba allí de ser
una palabra no escrita y parecía un verbo amar transitivo y profético,
una resolución determinada por monstruos de largos cabellos y mirada mortal. Azealia sabía todo eso
cuando sonrojaba el verso en sus labios morenos y bostezaba el aire detrás de su nariz. Nada de amor,
pero un leve problema con el sentido acento, la hipótesis versal, la boca del metro; alguien que tal vez
vociferaba estrofas sin ritmo buscando eco y fantasía. El espejo de siempre
y otra imagen indecible para la posteridad,
otra inmaculada norma para el llanto.

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