sábado, 21 de noviembre de 2015

corazón de invierno


Había rebotado de ciudad en ciudad; habituados sus ojos al movimiento errático
del mundo. Bajo tierra, la indefensión se adueñaba del tiempo, el sueño intimista se hacía posible,
la utopía se verificaba en los andenes, la parada. Jessie acechaba una revelación, una revolución,
la aparición de su reflejo en las marquesinas, el ruido de su voz electrizada fulminando la luz. Sus zapatos de tacón
soportaban el peso de la verdad que separaba sus labios en una sonrisa
combatiente, demasiado preciosa para llevarla de la mano en esa mañana del parque bajo el cielo
escuálido de las avenidas. Otra mañana lejos del hogar,
sorteando las páginas de un libro interesante. Lo primero era el sistema de sonido, el aparataje
disimulado en las entrañas del monstruo, el estéreo grabado en las baldosas,
desenladrillado en cada esquina conquistada al silencio.

Algo de miedo es una bendición. El miedo resbala y se restaura, patina por la cuesta, su descenso
es Tan Apocalíptico. Los predicadores no confortan, resulta estresante su homilía monocorde,
la tenacidad con que rememoran la dureza del odio. A las puertas del infierno, hay un letrero radiante que declara:
Bienaventurados los Ebrios (sin más explicaciones). En el parque Jess no puede cantar,
no sea que la oigan los artistas. Los profetas que aguardan el adviento y cosechan ventiscas, tempestades
nómadas y sin color. Por un lado se sabe que el negro es el color de la materia
cinematográfica, la que irrumpe en los salones cautivos donde se celebran elegantes bailes (de nuevo más concurridos
que aquel de la pequeña Antoinette); ah, los antifaces, las máscaras anónimas,
felices de los enamorados.

Jessie procede del amor, se le nota en la cara. Su expresión es difícil de ignorar. Su corazón produce un manto de nieve
-corazón de invierno- y su blancura dinamita el adagio del futuro, es una predicción
más allá del clima, como un orbe de fama que ascendiera triunfante. En el barrio todos la conocen, la saludan
cuando espanta las horas con un dedo, cuando regresa a casa sin ganas de cenar.

Claro que algunos esperaban un milagro de su parte, un llanto prodigioso, siquiera una iluminación desenfocada
como un gorjeo efímero terminado en plumas de neón, algo con fibra -quizás- extraordinaria, la cruz sobrenatural
que se lleva en el pecho, cerca del nervioso latido y la melancolía. Tampoco los versos
conjuraban la historia, el cabello ceñido a su mandato escénico, su cuerpo teatral masticando los diálogos,
alargándolos hasta el infinito del mensaje. O la quietud del parque o la maquinaria endiablaba
del ciclo suburbano; así, un imposible entre el acero y el roble. Palabras muertas
cayéndose despacio como gotas de lluvia, notas fúnebres. Jessie al final con una falda oscura al extremo del reino;
y dios pensando en ella, el sol pensando en ella, un ángel ebrio ocupando el trono de la felicidad.




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