sábado, 1 de octubre de 2016

un paseo por adentro


Se trata de un comienzo electrizante; luce un vestido
infinito: no de color pastel. El pastel de fresa es una bendición, suena candente, se columpia en el lenguaje
e inicia un altercado, disturbios con la piel del verso. Sus rodillas acarician
el suelo de la celda, rozan el polvo que esquiva los muebles apilados, el aliento. La belleza
concurre con una multitud de labios y miradas, como un retablo de esperanza. Qué silueta calcada de la noche,
improvisada como una canción de invierno.

Su plegaria se eleva hacia el pecado, desciende entre dos nubes contagiosas. Donde el ángel frenó su caída,
hay una marea de huracanes en marcha, la onda que doblega dioses fatuos,
nos libra de la paz. En el parque granan recuadros estratégicos,
letras vírgenes que atruenan porque son de neón
y expían sus fracasos en inglés.

Un pequeño yonqui merodea –dada su avanzada edad– en busca de un tirón: he ahí el milagro
incompatible con la eternidad. Concedámosle un gramo de misericordia. Fidelizando miseria con la corbata
puesta y la sonrisa de almidón. Este es un dios que toca la trompeta
desnudo en su cuartel, organiza golpes de estado sin ayuda de la CIA, se ríe de los dioses
jamaicanos. Por la avenida extraordinaria pasan manadas de búfalos, y las parejas
los miran desde las trincheras.

Todo el mundo fuma sin parar. La hierba es el misterio dominante,
incluso existe un ministerio dedicado al tráfico y la beneficencia. Los chicos roban cobre,
cobran en negro y se gastan un dineral en funerales de estado, fiestas que acaban antes de empezar.

Como ella va por dentro del poema, sabe qué (no) hacer. Intuye la involución del guionista,
se adapta a las extremidades del verbo. Ha dejado atrás la sangre o tiene un almacén de sangre en la cabeza, una ferocidad
ejemplar galvaniza su acento. Una extensión de páginas en la memoria.

Nadie se ha fijado en su vestido: será por el color. ¡Quién se preocupa por las balas!
Los pequeños roedores que merodean entre líneas. La felicidad del exilio, el azar de los viajes. Cuando
ves un tren ¡hay que celebrarlo!, porque son tan escasos como besos,
tan raros como lámparas de aceite o relojes de pared. Hay que montarse y recorrer
el enigma con los ojos cerrados. Se supone que el campo siempre estuvo ahí, con ese mismo rótulo en la tierra
donde yacen las almas y la pluma del olvido garabatea el nombre de la soledad.




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