martes, 21 de febrero de 2017

27 meses


Manoseados libros, letra por letra retocados, palabras a las que acometer en la oscuridad
de un callejón bibliotecario, ah, en los pasillos secos y aturdidos aún por el ruido de la noche. Palabras
auscultadas como niños frágiles, pronunciadas
sin el menor reparo, sin estilo ni corte, sin redundancia ni frase. Incapaces de construir una historia formal.

Llegado el momento, la máquina talentosa parirá el puro Hamlet coma por coma entre otra infinidad de manuscritos ilegibles;
la computación cuántica será el nuevo demiurgo, el dramaturgo severo, y hará la felicidad completa de la crítica
plural. No habrá músculo capaz de oponer resistencia al estreno de su oficio mercenario.

Esto es lo de siempre pasado por el tamiz de la sublevación artística y sus demonios
incordiantes. Pasen y lean. Determínese la ecuación plebiscitaria, la elección mística de los próceres y su barahúnda.

¡Qué discreto traje de cascabeles luce el poeta! No descrito,
murmurado o directamente pasado por alto y eludido para no molestar. En la copa del árbol
parece un solo cuervo enharinado, un sesgo malsonante;
y las muchachas pasan de largo y pasan por alto su decepcionante postura, la riqueza de su mirada y el confortable
atuendo de su monástico ascetismo.

Ahora sueña con la hermosa Filipa y su corcel nevado.
¡Qué poema! 27 meses de pudor. 

Personas que producen disonancias y otros bienes de consumo
opinan acerca del poema y sus concomitancias, exponen su medida del lenguaje, diseccionan la lírica
potencia y elevan su impostura a la superioridad angélica. Denuncian al poeta por falsario y cruel,
pues ha causado lesiones de importancia al silencio debido.

Un millón de escritores delibera sobre la duración aproximada del verso, su mecánica radial, la caravana salvaje de su aliento.
Concluyen con un abrazo común y una promesa de contención y espíritu de síntesis, pero se les acaban las palabras:
a una le dan la vuelta, a otra la sonsacan un compendio mediante tortura didáctica, a la última de la página la espolvorean
por encima un ramillete de luz disciplinante, un dedal del polvo disléxico de las estrellas, una pleamar de escarcha.

Novedades editoriales copan la silueta del culto porvenir, que se jalea a sí mismo
hecho un factótum próspero y consumado. No se puede fingir esa vasta devoción por el martirio del arte;
mas se ha de leer el libro, acaso por el medio y el encaje, siquiera por la página de marras y su discreta miopía interior.




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