miércoles, 1 de febrero de 2017

ancho mundo de oficinas y glamour


Antes del parque hubo un ancho
mundo, como el vuestro. Uno con oficinas y glamour. Una palada de arena era el planeta y luego
un gigantesco tablado, anfiteatro del aire,
prístino tesoro. Gente subiendo escaleras, bajando al metro con un ripio en la memoria;
oleadas de calor, oleoductos de miseria,
vértigo y descontrol.

Débil simulacro del amor
y la literatura. El mercado común del horizonte, nubes de pomada, nubecillas pictóricas
debidas a la contaminación y el insomnio. Había loros, aves rubias,
solemnidad por todos lados, gente ceremoniosa
subiendo o bajando de la limusina o el tractor. Personas simétricas dejándose querer por el aparato,
labradores industriales, organistas de pomposo estilo, todas en ascenso/descenso
colectivo, desgracia en mano, arropándose unas a otras su vis desproporcionada.

Muchos se alzaban al ritmo ondulante de la divinidad, hordas víricas adictas al movimiento perpetuo, presidiarios
montados en una atracción del parque de atracciones:

la noria espacial para astronautas lentos,
el tren de la bruja (que entraba en el campo por la puerta de atrás).

Y el resto en el rifirrafe reglamentario entre clásicos y originales.

Mucho antes del parque algunos tomaban café;
Jordan no había nacido,
aunque estaba viva todavía escuchando a Ella Eyre a todas horas
como si fuera un poeta, esa voz desordenada. Permanecía insomne, deliberativa y cordial: hacía
cábalas y formulaba plegarias matemáticas porque un ángel le hablaba (del tiempo en el ascensor).

Ir a la oficina era una precisa ensoñación, lo verdadero dentro de la norma,
constituía el compadreo perfecto, el aula magna de la ruina personal, la maldición televisiva
transmitida en directo para los cinco continentes y el vacío.

Estamos. La grata cuestión del arte estriba no en mirar un cuadro, sino en colgarlo en la pared. El trabajo dignifica la obra,
obra dialectos en el idioma del reino, sucesivas prodigiosidades, más aún si hay un accidente y un dedo resulta magullado,
un ego resulta escarnecido. El ruido honra el proceso creativo, lo endiosa radicalmente. Pero
eso era antes del parque y sus conflictos internacionales, su socialismo en un solo país
y su filosofía de las catacumbas. Ahora la belleza cabe en un poema
sin pasado, más vivo que nunca,
uno que no ha nacido todavía y ya se va muriendo por el mundo.




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