martes, 16 de enero de 2018

nada que temer


Entonces, ella vio el rostro del amor, y era el de alguien sin nada que comer. El parque
democratizó sus especies, que pasaron a titularse plantas, iguales en su derecho al agua y la fatiga,
a la sed. Un punto de sangre marcó un hito; el polvo trasladó su aspecto
arboricida a los carruajes, trató de confundir, de disgregar la luz y enronquecer la prodigiosa levedad de la piel,
su brillo identitario.

Destiny había retrocedido en el tiempo, su alma temblorosa discutía el espacio con un revoloteo
extenuante; las almas padecen un racimo de personalidades, echan a llover como si compusieran el gesto,
como rolando hacia la tísica matriz de la cosecha.

Hay un tamaño especular de la torva miseria, con sus nubes agónicas y su mainstream a lo Walker Evans,
esa cualidad de la basura que resplandece, del corazón que agita sus maracas, y de la sombra.

Las perlas componían la pasión de la caverna, la poesía del huerto, una forma estilizada,
empaquetada del odio. Las chicas –multitud fuera de sitio–, saltaban una comba de humo retro, se jugaban el movimiento
siguiente y los dados se reían en la cara de dios. Cuando la música cobró sentido, ella (supo que) era un ángel
a pesar de su mirada, aunque los rizos alborotasen aplicados en la luna maestra del espejo y su frente
arrojara algún indicio recóndito (o la radicalización del arpa y sus grávidos pulgares).

Trajes de belleza arreglados una hora antes del sueño. Paraísos
óctuples dedicados a la disolución de la corriente, templos de nieve y nuevos desafíos. Epicentros
y cordeles, la laboriosidad del tigre y el fulgor de la gacela. Un poco de amor, pero solo en el futuro, una inversión
venidera, cierto plan de prisiones para la eternidad; el rostro cadencioso de la victoria, su pátina estridente.

Cabía el aire en la consistencia de aquel beso, por su propia gravedad, y su entereza. Las calles susurraban una voz
infantil y el parque, alrededor, era un incensario vehemente sumido en el concierto de la pólvora; la muchacha,
dos ojos y un labio superior, un zarpazo excluido del modelo fecundo
acuñado en el tímpano del arte: la ferocidad altruista de una generación librada de poetas.



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