jueves, 3 de mayo de 2018

jordan insubordinada


Trascender el signo es un deber. Después del cataclismo –grave insubordinación de los acontecimientos–
queda apenas el aliento desmesurado del arte que barre amaneceres, mediodías
y rondas de rocío. La música comienza en el recuerdo y restalla en los azulejos,
metódicamente. La música era una especie de silencio comercial, afluente, derivado del ansia, de tanto espíritu
encarnado. Abría con un solo de síntesis, agudeza, bases
incendiarias, voces que podían cantar, que pudieran afinar como pinceles, podrían cantar si fuese necesario; pues
el aire empezaba a permitirse el lujo de aquella vibración empecinada,
solía tratarse de un aire puro, la manifestación extrema de una vieja comedia.

Abanicados relojes, seres bíblicos reinando al modo chismoso de las sombras; algo como la vida
alrededor, el murmullo emergente de la savia. Alambicados
relojes marcadores de una religión horaria sin horario conocido trabajando a destajo como abejas nemorosas (forman
el fondo acústico adecuado, listo para el impacto
casual de los timbales, el temblor enraizado en baldosas y aeropuertos vacíos, la tierra
acartonada y espesa).

¿Cómo competir, alcanzar la zona marginal, la altura más débil? Ángeles
en horas bajas, rectilíneos seres celestiales diluidos en lienzos y apartadas bibliotecas,
portada de catecismos sobrehumanos. El objetivo es la sacralización del sonido, captar la materia subyacente, materializar
el vínculo instrumental que se indaga y se retiene. Dar relieve,
volumen al trabajo de la pluma, caracterizarlo, cincelar las palabras hasta dar con el muelle.

Todos saben que la poesía es un corsé, es un cliché, intuyen el concepto
de la idolatría, su cimiento incómodo. Es comprensible que la poesía se devore con buen apetito,
contamine lo que toque con la huella errante de su resoplido; es su función de espejo, su producción literal, su autismo.
Asomada a la sima voluntariosa de la literatura, fingiéndose fuera de la oscuridad.

Nunca antes la fábrica de realidad a pleno rendimiento. El serio Señor Rap en su trono tremebundo, hecho un génesis
vir(tu)al, una reparación de lo existente; verlo salir del verso como una serpiente o una primavera,
notar su rastro ajeno, tan perfeccionado. Puesto en bandeja, en la lámina y el estrado impronunciable,
lejos de la aurora recreativa y sus mensajes
luminosos, bellos como letreros autentificados por un experto en desmentidos oficiales. La voz
libando esporas y una onda particular y afable en el premioso acto de su desistimiento. La relación del verbo con la magia
expuesta sin tapujos ni tapices frondosos, organizada en sendas oportunidades de alzarse
como una nube exótica, un globo de chicle o el seco aterrizaje de una gota de amor.



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